
Era su soledad la que lo hacía tan temible, un animal aislado siempre es impredecible, peligroso. El grupo tiene una capacidad homogeneizadora, es una fuerza estabilizante.
A veces al mirarle a los ojos no encontraba en él nada que me resultase familiar, no lo veía humano. Esta sensación resultaba tan desconcertante que supongo que era tanto causa como consecuencia de su soledad.
Había algo que impulsaba a huir de él, de su vacío existencial, un temor al contagio viral de su nihilismo, un rechazo visceral hacia su cruel y coherente existencia.
Durante muchos años mantuve con él una extraña relación, me atemorizaba y fascinaba a partes iguales, supongo que fue una mezcla de educación y curiosidad lo que me llevó a mantener aquellas reveladoras conversaciones con mi extraño vecino.
De todas hubo una que me marcó especialmente, no se como empezó, pero recuerdo que pasé varios días con un nudo opresor en la garganta cada vez que la idea surcaba mi mente. Había comprendido que da igual lo que hagas, lo que digas, lo que sientas, porque nadie te escucha, nadie puede entenderte, tú no puedes explicarte, entre dos seres humanos no puede haber otra cosa que incomunicación, estamos condenados irremediablemente a la soledad, la verdadera soledad, esa que se acentúa cuando estás rodeado de gente.
Siendo yo aún muy joven, aquello me supuso una revelación tan certera que trastocó mi percepción de las cosas. Cada día soy más consciente de la veracidad y sabiduría que encerraban las palabras de aquel ser misterioso.
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